miércoles, 27 de junio de 2012


Colaboración: "El pecado de Abigail" por Marcos Llemes Capítulo III


Tercer capítulo

Capítulo 3: La bestia

Alicante – España

La Madre Superiora Albina Mountfaçon dormía plácidamente en la habitación más grande, lujosa y pulcra del Convento de las Cappuchinas cuando un perturbador sueño le quitó la tranquilidad.
Estaba en un lugar repleto de niebla negruzca y olor a azufre, no podía ver nada, ni siquiera su propio cuerpo. Sin embargo, su instinto nativo o como le llamaba el común de la gente que apenas sabía de ella: “su sexto sentido” fue capaz de percibir una presencia extraña en aquél mundo onírico. ¿Qué era? Sintió intriga al principio, ya que habían sido pocas las veces que algo de esa magnitud se le presentaba en un sueño. Percibió que su cuerpo se erizaba completamente con un turbulento escalofrío y que un temblor la estaba poseyendo de a poco.
— ¿Quién eres? –dijo, sin miedo alguno-
Y entre la niebla negra y espesa pudo ver un sofá de color rojo, tan brillante que el contraste con el ambiente tenue era ridículamente increíble. Acto seguido pudo divisar que sobre tal asiento, yacía una figura vestida de monja, acostada de espaldas, con la cara hacia el respaldo. En eso, aquella cosa se sentó dándose la vuelta raudamente quitándose al mismo tiempo el hábito de monja. Lo que Albina Mountfaçon vio a continuación, fue espeluznante.
— ¿Quién eres, bestia inmunda? ¡Háblame! – Volvió a exigir Albina-
Al quitarse el hábito, la cosa mostró un cuerpo femenino, muy voluptuoso, sensual y completamente desnudo, pero escatológicamente combinado con una cabeza no de mujer, sino de cabra. Sus cuernos torcidos eran espirales hacia afuera y el pelo que recubría la inmundicia era de color blanco. Dio unos pasos hacia la abadesa Albina.
— Sangre… quiero sangre –dijo con voz masculina y muy afeminada-.
Albina quiso retroceder, pero no tenía cuerpo, era como si fuese una especie de entidad estancada en aquella niebla, si es que no era parte de ella.

— En el nombre del Señor, te reprendo. Mi gran señor no permitirá que me toques, ni tampoco a mis hermanas.
La mujer con cabeza de cabra sonrió y le clavó una mirada lasciva con sus ojos rojos, al mismo tiempo que llevaba las manos a sus enormes senos y los apretaba. Un instante después, de sus pezones comenzó a manar un líquido que se asemejaba a la leche pero de color verdusco y con un hedor peor al del azufre. Aquel fluido cayó por su vientre hasta llegar hasta su entrepierna y entró de nuevo a su cuerpo por su vagina.
— Aunque eres superior a las demás, no fuiste la primera. Mi aniquilación ya ha comenzado. Todas las zorras de tu séquito están muriendo, inferiores y lejanas a ti, pero adoradoras del mismo Dios. No voy a parar hasta llevármelas a todas a las eternas llamas.
— ¡¿Dónde?! –Gritó Albina, sobresaltada- ¿Dónde estás cometiendo tu matanza?
Las luces de sus ojos se apagaron cuando la niebla se apoderó del lugar. No vio nada más. Y de repente, la niebla se volvió a dispersar.
La abominación estaba frente a ella, a centímetros de la vista de Albina. Su figura había cambiado. Su cuerpo ahora era el de una cabra blanca, con el pelaje sucio y desprolijo; y su cabeza era humana, el cuello del animal estaba unido a una cabeza femenina, de roja cabellera y rostro satánico, deforme de fealdad y con una sonrisa espantosa.
— ¡Contéstame, repulsiva aberración! –Dijo Albina-
— Hallarás la respuesta sobre tus espaldas. Cuando despiertes de esta pesadilla.
— ¿Qué es lo que quieres?
— Eso no te importa, vieja puta; pero no dudo que pronto lo sabrás, cuando renazca en la voz de tu pueblo.
Aunque los movimientos y el rostro de aquella figura se asemejaban a los de una mujer, su voz seguía con ese tono masculino que no podría afeminarse más.
— ¿Quién eres?
— Soy La Primera.
Y entonces de un gran susto, la pobre abadesa se despertó de golpe, casi sin aliento y con un dolor cortante en su espalda, que chorreaba largas y finas líneas de sangre.
Gritó de dolor antes de saber que el sangrado provenía de cortes rápidos sobre su piel y que nombraban el texto: LAS NUNAS, SALTO, URUGUAY.

Las Nunas - Salto

Deborah entró sin permiso a la casa de Abigaíl, lucía desesperada. La mujer la vio ingresar y en el acto intuyó que algo grave había pasado.
— ¡Abby! ¡Abby! –Gritó la mujer hasta su encuentro-
Abigaíl estaba barriendo el comedor. Sus dos hijas, Pamela y Laura habían terminado de almorzar e ido a estudiar. Abigaíl se encargaba de la limpieza del  lugar para esperarlas con la casa limpia y ordenada y por la tarde solía pegarse una siesta para no parecer a un zombi por la noche. A los hombres les gustaban las prostitutas joviales, aunque ella no solía mostrarles ese lado a sus hijas, para ellas su madre era una mujer hecha y derecha, con la seriedad y responsabilidad que implicaba y no la conocían de otra forma. Ella lo quiso así.
— Deborah, ¿que pasó? –Dijo Abigaíl soltando la escoba y dejándola caer al piso-
Deborah tomó aire y tiró hacia atrás su cabello largo, rizado y castaño.
— Gervasio, el viejo de la tienda –dijo-.
— ¿Qué pasó con él?
— Lo encontraron muerto hoy a la madrugada, ¡lo han asesinado!
Sin mirar, Abigaíl manoteó torpemente una silla incrustada entre las patas de la mesa que acababa de limpiar. La retiró y tomó asiento lentamente.
— Qui… ¿quién ha sido? –dijo, tartamudeando-
— Nadie lo sabe –contestó Deborah-, pero me enteré que una de las monjas del convento también murió allí con él.
— Igual al crimen de Dolores y Serafín –soltó Abigaíl, viendo la nada y deseando no haber visto lo ya visto la noche anterior-.
— La policía no sabe nada y todo el pueblo está muy asustado. Estoy muy preocupada, mira si es un asesino que mata por gusto. Tengo miedo… ¡Tengo miedo!
Abigaíl levantó la cabeza y le dirigió una mirada petrificada, su rostro se había vuelto de piedra, con gestos inmutables.
— Debby –dijo-, anoche cuando subí al auto de Antonio, vi a una monja atravesar la calle y llegar a lo de Gervasio.
Deborah se la quedó mirando, en su interior analizaba lo pasmada que estaba su amiga y pudo descubrir que aquella mujer sabía algo más, o por lo menos tenía un ligero indicio de que podría haber pasado. Una sospecha…
— ¿Qué estás queriendo decir? –Preguntó entonces-
Ella guardó un momento de silencio y después dijo:
— ¿Gervasio tenía hijos?
— No que yo sepa, su mujer murió hace como cuatro años y no he sabido de visitas ni compañías desde entonces ¿por qué? ¿Qué viste?
Los ojos de Abigaíl miraron hacia el techo y trataron de ver más allá, seguramente intentaba rescatar los detalles más insignificantes de sus recuerdos.
— Anoche pude ver a un hombre en su despacho. Fue él quién recibió a la monja. Era un hombre joven, muy lindo. Hermoso, para serte honesta, pero al mismo tiempo, tenía rasgos exactos a los de Gervasio. Incluso poseía su misma marca debajo del ojo.
Su amiga meneó la cabeza rápidamente en un acto de negación.
— Imposible –dijo-, no puede ser un hijo. Además, la marca que tenía Gervasio debajo de su ojo, fue causada por una cortadura de navaja durante una pelea con otro tipo que afirmaba haberse acostado con su mujer.
Era verdad, Abigaíl había olvidado completamente aquél rumor. Las Nunas eran un pueblo muy pequeño y todos sabían de todos, pero esa vez, su memoria le había fallado.
— Tú ya sabes cómo es nuestra ley. Las mujeres de Las Luces nunca ven o escuchan nada, aunque las cosas pasen frente a nosotras. Tengo dos hijas que cuidar, no puedo dármelas de chusma. No se lo diré a nadie.
La otra mujer asintió dándole toda la razón. Ambas estaban muy desconcertadas y lamentaban de verdad no poder brindarle data alguna a la policía, pero no podían divulgar lo que pasaba en la noche. Nunca podían, aunque eso significara hacer imposible la captura del asesino de Las Nunas.

El viejo Alfredo había mirado por una semana completa a aquella monja de tan sólo veinte años. Varias veces se había reiterado la lástima que sentía al saber que aquél hermoso y níveo cuerpo nunca sería templo de la pasión carnal, pero como si sus impuros lamentos hubiesen sido escuchados, ahora aquella monjita principiante estaba en su misma habitación.
— Desnúdate para mí, bebé –dijo el viejo degenerado-
Ella obedeció y se sacó el hábito. Siempre que pasaba por la calle de la casa de Alfredo lo saludaba simpáticamente, con una modesta sonrisa que hacía llenar sus mejillas blancas y pueriles a pesar de que una parte de ella notaba cómo aquél viejo, de cincuenta y siete años y noventa y ocho kilos, la miraba.
Por supuesto, era un hecho que algo muy extraño había ocurrido allí. Los ojos de la joven, totalmente distorsionados percibían otra realidad y veían al asqueroso veterano como a un joven muy apuesto, de cabello castaño, ojos verdes y seductores y una sonrisa encantadora cuyos labios deseosos de carne virgen habían convencido a la joven a sacarse el hábito y entregársele.
Alberto no se veía para nada cambiado, incluso halló raro que una joven tire a la mierda su religión para acostarse con un dejado como él, pero a fin de cuentas, no le importó, en aquél momento sólo quería tirársele encima.
— Hey, bebé ¿Qué tienes en los ojos? –Dijo entonces cuando milagrosamente pudo apartar la vista de sus pechos-
Ella no contestó y se acercó a la cama donde estaba el hombre. Sus ojos de verdad lucían raros, eran grandes esferas negras, como los de un caballo.
Y en eso, ocurrió un gemido, un crujido de huesos, el ¡zas! de la carne al abrirse y una explosiva lluvia de sangre.
La Primera había atacado nuevamente. 




Enlaces a los capítulos anteriores: 



También les dejo los enlaces del prefil en Wattpad y el blog del autor:




Seguiremos expectantes por el desarrollo de esta fascinante historia de Marcos Llemes.
Un verdadero placer tenerlo dentro de los colaboradores de LDU y toda una promesa para las nuevas letras de Uruguay.




2 comentarios :

omar enletrasarte dijo...

entretenido, seguimos la lectura,
saludos para vos

Judith dijo...

Realmente muy bueno.
Cada vez te atrapa mas, mucho misterio y terror en verdad.
Besos